La plegaria

Por Juan Pablo Picazo

Alejandrina los observa con el corazón partido. Nada te prepara para una cosa como esa, seres mutilados, heridos, desesperanzados. Los hay quienes miran con indiferencia el silencio pegado al aire quieto, quienes lloran con lágrimas calladas viendo cómo la sangre escapa discreta pero implacable del pecho o los miembros de sus pequeñitos. ¿Acaso la guerra ha pasado por aquí? ¿Acaso algún tirano ha ordenado indiferente una masacre? No sabe, nunca sabe nada.

Camina entre ellos, no puede quedarse quieta e indiferente ante tanto dolor y tanta angustia, siempre ha sido una mujer dada al servicio. Cuando su madre los abandonó tras la muerte de su padre a manos de los gatilleros de un político rival, ella debió hacerse cargo de los once más pequeños y sacarlos adelante. Pero ahora no son once y con buena salud. Se trata de cientos, acaso miles de personas allí en medio de un monte desolado.

Ofrece consuelo aquí, enseña como aplicar un torniquete allá, manda a algunos de los indiferentes a hacer algo con su pasividad, buscar las hierbas medicinales que les pide, cuencos y piedras para machacarlas, agua y leños para calentarlas. Todos van descubriéndola y las miradas perdidas regresan lentamente a una realidad que vuelve a ser esperanzadora, la llaman, le piden ayuda, creen que el paso de su sombra o el roce de sus manos cura, pero ella sabe que no es así.

Quiere irse de ahí y abandonarlos ¿Por qué no hacen intentos por salvarse? ¿Por qué no se marchan a un sitio mejor, donde haya curanderos, médicos, brujos o graniceros, cualquiera que pueda brindar la salud? Permanecen en ese lugar y ahora además de sus oficios de enfermera improvisada demandan sus milagros ¿cuáles? Sabe que es una persona común y corriente.

La petición vuelve a transformarse, ahora los moribundos, los desesperanzados, los heridos y aun los mutilados le piden pan, le dicen que tienen hambre, que los alimente, lo demandan con firmeza, con una exigencia que no admite réplicas, la miran a medias entre suplicantes, furiosos y vencidos.

Como la petición de alimentos la sorprende y no sabe que hacer, los menesterosos se levantan, renguean, se arrastran desde sus lugares convergiendo en ella sin dejar de pedirle alimento. A donde quiera que intenta evadirlos ellos cierran el cerco y la rodean. Se acercan cada vez más. Cade vez más. Tiran de su ropa, de su cabello, siente sus manos callosas, sangrantes, llagadas alcanzar incluso sus brazos y sus piernas como quien toca la estatua de un santo milagroso. Quizá la maten, quizá finalemnte se la coman.

Alza las manos y ruega el perdón y la ayuda a Dios. Sabe que no puede moverse y ellos no se irán sin un bocado. Cierra los ojos esperando. Entonces todos se retiran con risas y carcajadas, corean el milagro, la besan, la bendicen le piden que baje la comida. Alejandrina no entiende hasta que mira al cenit. Ahí, entre sus manos una bandeja con comida ha sido depositada, la multitud se forma sin que medie orden alguna y ella reparte el exiguo pero inacabable contenido de la charola.