Yo, lector
martes, 8 de agosto de 2017
viernes, 2 de agosto de 2013
El ornitorrinco
El atropellado
en falso
Juan Pablo
Picazo
Las dos veces
que me han atropellado han sido extrañas, o ridículas si se quiere. En ambas he
salido ileso aunque con un susto que me ha sumido en un largo estado que bien
podríamos catalogar de conciencia trascendente, sin que a la larga lo haya
sido, pues no hubo revelaciones que me hayan sido comunicadas por angélicas
voluntades superiores, ni nuevas y preclaras misiones vitales que de golpe haya
comprendido.
En cada ocasión
los conductores que me han embestido han tenido el nunca bien ponderado oficio
de taxistas, buenos hombres imagino, cuyo susto ha sido mucho mayor que el mío
—o lo fue al menos en el segundo caso ya que debí auxiliarlo luego— y en ambas
por hacer justicia a la verdad, mía y sólo mía ha sido la culpa; o en todo caso
de mi ceguera monocular; o del médico que atendió con enjundiosos fórceps mi
nacimiento y dañó mi nervio óptico; o de mis padres, quienes por dar cauce a la
satisfacción de un sacrosanto antojo al octavo mes de embarazo, emprendieron
una azarosa excursión en motocicleta por la montaña morelense en busca de
cecina, cuando fuimos derribados por una gruesa rama en mitad de la carretera,
en fin.
En mi segunda
experiencia cercana con la defensa de los autos de alquiler, el chofer frenó
casi al mismo tiempo que yo abrazaba la unidad como si me diera gusto verla;
ignoro si la inercia andaba de vacaciones o alguien se comió entonces las leyes
de la física, pero ahí quedé abrazado al cofre del auto sin los vuelos
devastadores que en tales casos suelen producirse, aunque como es natural, no
sabía si estaba yo completo o de plano ya no estaba.
Todo estaba
congelado. La luz seguía en rojo y el monito en verde, los colectivos iban con
lentitud de niebla por todas partes, los ruidos de la cuernavacense noche se
callaron unos instantes y el motor dejaba de ronronear poco a poco debajo mi
panza. Que en ese momento justo era el centro del cosmos.
Cuando los
ruidos volvieron, traían un aderezo de gritos e insultos, autos que frenaban y
pasos precipitándose alrededor de mi. Entonces me puse en pie como si tal cosa
mientras algunos buenos ciudadanos mutaban en doctores callejeros para realizar
equívocas auscultaciones, opinar sobre el deficiente trazo de nuestras calles,
sobre el consabido desenfreno de los buenos taxistas, quienes se mueven a
velocidades supersónicas a fin de completar las abultadas cuentas que les piden
sus patrones, tener lista la plata para el combustible y finalmente, si queda
algo, llevarlo de ganancia a casa.
Mientras las
germanías se mezclaban airadas o azoradas todavía, miré al parabrisas donde un
hombre no mayor que yo, lloraba asustado y aferraba su volante con fuerza, como
si con ese acto de contrición pudiera resucitar al muerto que creía tener sobre
su auto, no sé si de veras funcionó y fue sólo por eso que me puse en pie.
Le hablé, aunque
suene ridículo le dije buenas noches señor, yo soy su atropellado. Quise ser
cortés y también pronuncié un mucho gusto en conocerlo; le expresé también
cálmese porque no me pasó nada, y mire, creo que compartimos un milagro o vaya
usted a saber y decentemente y no sin pena, también comenté dispense, pero
tengo ceguera nocturna, no siempre es grave, sólo que ahora además se voló una
luz roja y pues como venía por mi diestra invidente no pude evitar que pasara
este mal rato.
Mi prójimo
taxista me miraba confundido: sus ojos pasaban de una azul beatitud que
agradece a Dios salir con bien del trance, al rojo asesino que se guarda a
duras penas de hacerle la eutanasia al maniático que se le ha atravesado en
forma semejante, como si pasar las luces rojas fuera una nadería y ser un peatón
a medias ciego un pecado mortal o ya de menos la más atroz de las faltas viales.
El coágulo de las
avenidas Cuauhtémoc y Plan de Ayala se disolvió con una micro dosis de policía
de tránsito acercándose con apetitos de ganarse un dinero extra cuéstele a
quien le cueste. Como los demás, me hice ojo de hormiga y enfilé rumbo a casa,
me faltaban aún treinta minutos de trayecto al cabo de los cuales ya había
olvidado el incidente hasta nuevo aviso.
La primera vez fue
menos aparatosa y grave en lo físico, intrascendente incluso, pues no pasó de
un rechinar de llantas, apenas un beso de lámina caliente, y eso sí, el
catálogo completo de altisonancias correspondientes al caso de que alguien
medio atropelle a un escuincle que juega en la calle a la pelota. Eso último
fue devastador, y no tanto escucharlo como la conclusión de mi madre, quien en
medusa convertida por la furia, me espetó: — ¡Te dijo hasta la despedida!
Entonces
fue. Empecé a creer que todos los seres humanos estábamos conectados por
cristalinas y frágiles membranas invisibles y que si alguien te decía
“córtalas”, las rompía aunque sin daño permanente pues uno siempre volvía a los
amigos pero que si alguien te decía “la despedida”, entonces rompía la membrana
para siempre y desde entonces estabas un poc más aislado de todos cada vez..
sábado, 27 de abril de 2013
Onirosofía
La plegaria
Por Juan Pablo Picazo
Alejandrina los observa con el corazón partido. Nada te prepara para una cosa como esa, seres mutilados, heridos, desesperanzados. Los hay quienes miran con indiferencia el silencio pegado al aire quieto, quienes lloran con lágrimas calladas viendo cómo la sangre escapa discreta pero implacable del pecho o los miembros de sus pequeñitos. ¿Acaso la guerra ha pasado por aquí? ¿Acaso algún tirano ha ordenado indiferente una masacre? No sabe, nunca sabe nada.
Camina entre ellos, no puede quedarse quieta e indiferente ante tanto dolor y tanta angustia, siempre ha sido una mujer dada al servicio. Cuando su madre los abandonó tras la muerte de su padre a manos de los gatilleros de un político rival, ella debió hacerse cargo de los once más pequeños y sacarlos adelante. Pero ahora no son once y con buena salud. Se trata de cientos, acaso miles de personas allí en medio de un monte desolado.
Ofrece consuelo aquí, enseña como aplicar un torniquete allá, manda a algunos de los indiferentes a hacer algo con su pasividad, buscar las hierbas medicinales que les pide, cuencos y piedras para machacarlas, agua y leños para calentarlas. Todos van descubriéndola y las miradas perdidas regresan lentamente a una realidad que vuelve a ser esperanzadora, la llaman, le piden ayuda, creen que el paso de su sombra o el roce de sus manos cura, pero ella sabe que no es así.
Quiere irse de ahí y abandonarlos ¿Por qué no hacen intentos por salvarse? ¿Por qué no se marchan a un sitio mejor, donde haya curanderos, médicos, brujos o graniceros, cualquiera que pueda brindar la salud? Permanecen en ese lugar y ahora además de sus oficios de enfermera improvisada demandan sus milagros ¿cuáles? Sabe que es una persona común y corriente.
La petición vuelve a transformarse, ahora los moribundos, los desesperanzados, los heridos y aun los mutilados le piden pan, le dicen que tienen hambre, que los alimente, lo demandan con firmeza, con una exigencia que no admite réplicas, la miran a medias entre suplicantes, furiosos y vencidos.
Como la petición de alimentos la sorprende y no sabe que hacer, los menesterosos se levantan, renguean, se arrastran desde sus lugares convergiendo en ella sin dejar de pedirle alimento. A donde quiera que intenta evadirlos ellos cierran el cerco y la rodean. Se acercan cada vez más. Cade vez más. Tiran de su ropa, de su cabello, siente sus manos callosas, sangrantes, llagadas alcanzar incluso sus brazos y sus piernas como quien toca la estatua de un santo milagroso. Quizá la maten, quizá finalemnte se la coman.
Alza las manos y ruega el perdón y la ayuda a Dios. Sabe que no puede moverse y ellos no se irán sin un bocado. Cierra los ojos esperando. Entonces todos se retiran con risas y carcajadas, corean el milagro, la besan, la bendicen le piden que baje la comida. Alejandrina no entiende hasta que mira al cenit. Ahí, entre sus manos una bandeja con comida ha sido depositada, la multitud se forma sin que medie orden alguna y ella reparte el exiguo pero inacabable contenido de la charola.
sábado, 23 de marzo de 2013
Onirosofía
Hospital para graduados
Por Juan Pablo Picazo
Nada hay como mirar la realidad con cierta reserva para notar que tiene fisuras por las que se deslizan detalles que nos permiten cuestionar si el mundo es real o lo vamos modificando más con nuestro pensamiento que con nuestras acciones. Traigo esto a cuento porque el otro día que el reloj marcaba 27 de enero y 35 minutos, justo el cielo oscilaba tenuemente del azul acostumbrado al amarillo submarino.
Por ejemplo, el viernes terminaba de impartir mis clases cuando me fue instruido que tomase una de las motocicletas del segundo desván y acudiera a la graduación programada para ese día en el hospital antiguo camino a Suht, que está junto a la biblioteca de Icamole. Así que seguí las instrucciones y me encaminé al citado edificio a toda velocidad, pese al vértigo perpetuo que padezco en tales casos.
Al llegar, vi a los alumnos listos, relucientes y colgados en sus ganchos junto a una montaña de togas y birretes a la espera de iniciar la ceremonia. Me encaminé a los servicios, tarea que olvidé al encontrarme a la abuela, fallecida ya varios años atrás, muy ocupada en un armario de jarciería con un grupo de pequeñas y muy ruidosas ánimas del purgatorio a quienes impartía clase de ganchillo artístico, cocina etérea y otras afines a su estado.
Conversamos largo rato sobre los problemas en las muchas versiones del más allá, todas como siempre tratando de imponerse, sobre los delirios de poder de los políticos, sobre las nuevas galletas de queso de luna, y toda clase de diarias supercherías.
Los graduados en ciernes seguían colgados, la voz de la abuela resonaba en su salón, enfermeras, médicos, personal administrativo del hospital iba y venía en sus quehaceres, todo era muy aburrido de tan cotidiano, hasta que dos enfermeras en bata de dormir y un médico rastafari pasaron junto a mí y me arrastraron a la ambulancia en plan de camillero.
La ambulancia era una caseta de vigilancia montada en una glorieta triangular adosada a la construcción del hospital. Cuando comenzaba a mofarme para preguntarles cómo rayos iba a moverse eso, el suelo se despegó del suelo, empezó a vibrar y sólo alcancé a escuchar una parte de la advertencia: -¡Agárrate de algo! Luego comenzó a deslizarse vertiginosamente y el paisaje urbano se volvió un borrón.
En cada vuelta o cambio de dirección, estaba a punto de salir disparado, lo que no ocurría porque en el último momento me agarré de un barandal crecido a la orilla de la guarnición roja. El médico conducía tranquilamente con su celular, una enfermera iba sentada en una mecedora y la otra tomaba el sol en la banqueta móvil.
Finalmente llegamos con estrépito. Subieron una escalera de un solo tramo, infinita y sin descansos mientras me encargaban cuidar la entrada y mantener separadas las puertas para pasar raudos con la camilla. Ahí esperaba cuando me encontré una centauresa que esperaba turno en una clínica de hiperembellecimiento, y conversamos sobre el mal tiempo, las enfermedades que tenían algunos edificios de la ciudad, los impensables partidos políticos que habían ganado la elección en el sexto mundo de Karagh 10 y otros temas igual de irrelevantes que te permiten pasar el rato.
Antes de que lo notara siquiera, una brisa pasó junto a mí y en ella iban envueltos mis compañeros de la ambulancia, los dejé pasar, cerré la puerta mientras me despedía de la centauresa con un leve movimiento de cabeza. Estaba a punto de subir a la enérgica y extraña ambulancia cuando se esfumó bajo mis pies perdiéndose para siempre.
Sólo cuando recapacité en que con ella me perdía la graduación, y el transporte para regresar a la universidad, comencé a preocuparme. Así que me volví para pedir a la centauresa que me ayudara a regresar, pero la puerta del edificio al que habíamos entrado ya no estaba. Parecía como si no hubiera existido nunca, ahora tendría que caminar bajo la luz espesa que escurre por la calle a esa hora de la tarde.
Nada hay como mirar la realidad con cierta reserva para notar que tiene fisuras por las que se deslizan detalles que nos permiten cuestionar si el mundo es real o lo vamos modificando más con nuestro pensamiento que con nuestras acciones. Traigo esto a cuento porque el otro día que el reloj marcaba 27 de enero y 35 minutos, justo el cielo oscilaba tenuemente del azul acostumbrado al amarillo submarino.
Por ejemplo, el viernes terminaba de impartir mis clases cuando me fue instruido que tomase una de las motocicletas del segundo desván y acudiera a la graduación programada para ese día en el hospital antiguo camino a Suht, que está junto a la biblioteca de Icamole. Así que seguí las instrucciones y me encaminé al citado edificio a toda velocidad, pese al vértigo perpetuo que padezco en tales casos.
Al llegar, vi a los alumnos listos, relucientes y colgados en sus ganchos junto a una montaña de togas y birretes a la espera de iniciar la ceremonia. Me encaminé a los servicios, tarea que olvidé al encontrarme a la abuela, fallecida ya varios años atrás, muy ocupada en un armario de jarciería con un grupo de pequeñas y muy ruidosas ánimas del purgatorio a quienes impartía clase de ganchillo artístico, cocina etérea y otras afines a su estado.
Conversamos largo rato sobre los problemas en las muchas versiones del más allá, todas como siempre tratando de imponerse, sobre los delirios de poder de los políticos, sobre las nuevas galletas de queso de luna, y toda clase de diarias supercherías.
Los graduados en ciernes seguían colgados, la voz de la abuela resonaba en su salón, enfermeras, médicos, personal administrativo del hospital iba y venía en sus quehaceres, todo era muy aburrido de tan cotidiano, hasta que dos enfermeras en bata de dormir y un médico rastafari pasaron junto a mí y me arrastraron a la ambulancia en plan de camillero.
La ambulancia era una caseta de vigilancia montada en una glorieta triangular adosada a la construcción del hospital. Cuando comenzaba a mofarme para preguntarles cómo rayos iba a moverse eso, el suelo se despegó del suelo, empezó a vibrar y sólo alcancé a escuchar una parte de la advertencia: -¡Agárrate de algo! Luego comenzó a deslizarse vertiginosamente y el paisaje urbano se volvió un borrón.
En cada vuelta o cambio de dirección, estaba a punto de salir disparado, lo que no ocurría porque en el último momento me agarré de un barandal crecido a la orilla de la guarnición roja. El médico conducía tranquilamente con su celular, una enfermera iba sentada en una mecedora y la otra tomaba el sol en la banqueta móvil.
Finalmente llegamos con estrépito. Subieron una escalera de un solo tramo, infinita y sin descansos mientras me encargaban cuidar la entrada y mantener separadas las puertas para pasar raudos con la camilla. Ahí esperaba cuando me encontré una centauresa que esperaba turno en una clínica de hiperembellecimiento, y conversamos sobre el mal tiempo, las enfermedades que tenían algunos edificios de la ciudad, los impensables partidos políticos que habían ganado la elección en el sexto mundo de Karagh 10 y otros temas igual de irrelevantes que te permiten pasar el rato.
Antes de que lo notara siquiera, una brisa pasó junto a mí y en ella iban envueltos mis compañeros de la ambulancia, los dejé pasar, cerré la puerta mientras me despedía de la centauresa con un leve movimiento de cabeza. Estaba a punto de subir a la enérgica y extraña ambulancia cuando se esfumó bajo mis pies perdiéndose para siempre.
Sólo cuando recapacité en que con ella me perdía la graduación, y el transporte para regresar a la universidad, comencé a preocuparme. Así que me volví para pedir a la centauresa que me ayudara a regresar, pero la puerta del edificio al que habíamos entrado ya no estaba. Parecía como si no hubiera existido nunca, ahora tendría que caminar bajo la luz espesa que escurre por la calle a esa hora de la tarde.
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